El escritor austriaco Stephan Zweig decía en sus
memorias tituladas "El mundo de ayer", que la Europa previa a la
Primera Guerra Mundial "era un mundo seguro". Efectivamente, a nadie se
le podían ni pasar por la cabeza los horrores que se iban a vivir durante el siglo
XX, con hasta dos guerras mundiales. Pero lo cierto es que si realmente indagamos en estos
años, sí que percibimos elementos que de alguna forma estaban ya anunciándonos el desastre. Pese a ello, y coincidiendo con Zweig, los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX
estuvieron considerados como una época de seguridad, recordada por los
que tuvieron que vivir el horror de la Gran Guerra como un tiempo feliz (aunque la verdad es que después de un hecho tan traumático, cualquier época
habría parecido feliz), bautizada por los franceses bien como el fin de siècle,
bien con el más hermoso belle époque, pues ciertamente fue un tiempo feliz para todos, (excepto para
los siempre desdichados obreros), una minoría en realidad en el conjunto de Europa en comparación con el resto de la sociedad, formada por campesinos, pequeños y medianos burgueses, clase
media profesional, la alta burguesía y la nobleza.
Eran años de pujanza económica,
exceptuando una leve crisis financiera entre los años 1891-94, entrando
a partir de 1896 en un momento de crecimiento imparable. A finales del siglo XIX
darse toda clase de caprichos estaba al alcance de cualquiera sin necesidad de
apretarse mucho el cinturón: era fácil acceder a una casa, viajar durante un
año sabático al acabar la universidad, y encontrar trabajo tampoco suponía
demasiados problemas (¡algo digno de envidia por un español estos tiempos!).
Savonnerie de bagnolet (1897), cartel publicitario al estilo de la época, de Alfons Mucha |
Cartel publicitario de actuación de cancán en el Moulin Rouge (1890), de Jules Chéret |
Pero el ambiente de seguridad que se
respiraba no era sólo de tipo económico, sino también de lo que entendemos propiamente por seguridad, pues ignorando los suburbios
de Londres o lo que se cocía bajo los puentes de París,
disfrutar de un paseo nocturno por las calles de las grandes ciudades no
suponía ningún riesgo, y los robos y asesinatos eran casos anecdóticos (aunque
los suficientes para dar trabajo al ficticio Sherlock Holmes y al por desgracia real Jack el destripador, que son de esta época). Tanto bienestar dio lugar a una sensación de
optimismo y de alegría de vivir, creándose la impresión entre la burguesía de
que la ciencia emprendía un camino hacia un progreso indefinido que acabaría dando solución a todos los problemas; eran los años de la fe ciega en la ciencia,
la misma ciencia, que mal aliada con los nacionalismos y el racismo, abocaría a Europa al desastre.
Esta adoración de la ciencia se materializó en las célebres exposiciones
universales, con la Torre Eiffel, construida con razón de la Exposición
Universal de París de 1889, como gran icono de los logros alcanzados por el
siglo.
La celebérrima Torre Eiffel de París (1889), obra de Gustave Eiffel |
Un periodista de la época, con razón de la Exposición Universal de Frankfurt de 1891, que estuvo dedicada a la electricidad, llegó a decir, eufórico: "El hombre es tan fuerte que puede convertir la noche en día".
Sin duda el mejor símbolo de la alegría
de vivir que se dejaba sentir, y ejemplo culmen de la ciencia al
servicio de la buena vida, fue un invento que causó
furor: la bicicleta, que triunfó especialmente entre los jóvenes, para los que los años felices fueron los años de la bicicleta.
Cartel publicitario de la bicicleta de 1896, de Toulouse-Lautrec, en el que vemos a jóvenes disfrutando de su uso. |
Pero todo este frenesí de satisfacción,
felicidad y bienestar económico, dejaba entrever un lado oscuro que acabaría
imponiéndose en el siglo XX. Sobre toda esa embriaguez comenzaba a pender un
halo de pesimismo. Los liberales, que dominaban la escena política de la joven
democracia europea, entraban en un claro declive, pues contemplaban con espanto como
las clases obreras conseguían a grandes pasos hacerse un hueco en los
hemiciclos, gracias al sufragio. Esto les hacía temer que perderían el poder y que la sociedad se dirigiría a la barbarie, con el fin de toda cultura. Pero esta
apocalipsis vaticinada por los liberales nunca llegó, al contrario, la
generalización de la educación de la mano de estos nuevos diputados populares
aceleró el avance de la sociedad. La barbarie habría de llegar con cuestiones
bien diferentes: el nacionalismo racista y el antisemitismo, que triunfaron
entre la población al dar un cabeza de turco al que culpar de todos los males
del país (estos son, los enemigos históricos y los judíos). Con esto germinó el sentimiento de
querer formar parte de una gran nación, que se tradujo en el imperialismo
colonial, que acabaría desembocando en la Primera Guerra Mundial. Junto a esto, el antisemitismo que caló ya no
era de índole religiosa, sino racial (cualquier excusa es buena), racismo que
se vio empujado por el control por parte de los judíos de grandes bancos,
sociedades anónimas y enormes almacenes, en el marco del gran impulso del
capitalismo que se vivió durante el último tercio del siglo, algo que provocaba
repulsión entre aquellos sectores conservadores que aún albergaban la esperanza
de recuperar el pasado; este antisemitismo, por otro lado, empapó a los
católicos, dando un argumento inestimable a los párrocos para pedir el fin del
nuevo orden que se había establecido.
De esta manera, los primeros años del
siglo XX dejaron preparado el campo de cultivo para la Gran Guerra. Malos
presagios para una época en apariencia tan maravillosa, y sin duda un fin poco
acorde con el espíritu que había imperado.
Grabado del pogromo contra los judíos que tuvo lugar en 1886 en Kiev (Ucrania), en el que vemos la violenta expulsión de un judío por parte de la población. |
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