domingo, 5 de enero de 2014

Una belle époque con regusto amargo


El escritor austriaco Stephan Zweig decía en sus memorias tituladas "El mundo de ayer", que la Europa previa a la Primera Guerra Mundial "era un mundo seguro". Efectivamente, a nadie se le podían ni pasar por la cabeza los horrores que se iban a vivir durante el siglo XX, con hasta dos guerras mundiales. Pero lo cierto es que si realmente indagamos en estos años, sí que percibimos elementos que de alguna forma estaban ya anunciándonos el desastre. Pese a ello, y coincidiendo con Zweig, los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX estuvieron considerados como una época de seguridad, recordada por los que tuvieron que vivir el horror de la Gran Guerra como un tiempo feliz (aunque la verdad es que después de un hecho tan traumático, cualquier época habría parecido feliz), bautizada por los franceses bien como el fin de siècle, bien con el más hermoso belle époque, pues ciertamente fue un tiempo feliz para todos, (excepto para los siempre desdichados obreros), una minoría en realidad en el conjunto de Europa en comparación con el resto de la sociedad, formada por campesinos, pequeños y medianos burgueses, clase media profesional, la alta burguesía y la nobleza. 
Eran años de pujanza económica, exceptuando una leve crisis financiera entre los años 1891-94, entrando a partir de 1896 en un momento de crecimiento imparable. A finales del siglo XIX darse toda clase de caprichos estaba al alcance de cualquiera sin necesidad de apretarse mucho el cinturón: era fácil acceder a una casa, viajar durante un año sabático al acabar la universidad, y encontrar trabajo tampoco suponía demasiados problemas (¡algo digno de envidia por un español estos tiempos!).
Savonnerie de bagnolet (1897), cartel publicitario al estilo de la época, de Alfons Mucha


Cartel publicitario de actuación de cancán en el Moulin Rouge (1890), de Jules Chéret




















Pero el ambiente de seguridad que se respiraba no era sólo de tipo económico, sino también de lo que entendemos propiamente por seguridad, pues ignorando los suburbios de Londres o lo que se cocía bajo los puentes de París, disfrutar de un paseo nocturno por las calles de las grandes ciudades no suponía ningún riesgo, y los robos y asesinatos eran casos anecdóticos (aunque los suficientes para dar trabajo al ficticio Sherlock Holmes y al por desgracia real Jack el destripador, que son de esta época). Tanto bienestar dio lugar a una sensación de optimismo y de alegría de vivir, creándose la impresión entre la burguesía de que la ciencia emprendía un camino hacia un progreso indefinido que acabaría dando solución a todos los problemas;  eran los años de la fe ciega en la ciencia, la misma ciencia, que mal aliada con los nacionalismos y el racismo, abocaría a Europa al desastre. Esta adoración de la ciencia se materializó en las célebres exposiciones universales, con la Torre Eiffel, construida con razón de la Exposición Universal de París de 1889, como gran icono de los logros alcanzados por el siglo.
La celebérrima Torre Eiffel de París (1889), obra de Gustave Eiffel

Un periodista de la época, con razón de la Exposición Universal de Frankfurt de 1891, que estuvo dedicada a la electricidad, llegó a decir, eufórico: "El hombre es tan fuerte que puede convertir la noche en día".
Sin duda el mejor símbolo de la alegría de vivir que se dejaba sentir, y ejemplo culmen de la ciencia al servicio de la buena vida, fue un invento que causó furor: la bicicleta, que triunfó especialmente entre los jóvenes, para los que los años felices fueron los años de la bicicleta.
Cartel publicitario de la bicicleta de 1896, de Toulouse-Lautrec, en el que vemos a jóvenes disfrutando de su uso.
Pero todo este frenesí de satisfacción, felicidad y bienestar económico, dejaba entrever un lado oscuro que acabaría imponiéndose en el siglo XX. Sobre toda esa embriaguez comenzaba a pender un halo de pesimismo. Los liberales, que dominaban la escena política de la joven democracia europea, entraban en un claro declive, pues contemplaban con espanto como las clases obreras conseguían a grandes pasos hacerse un hueco en los hemiciclos, gracias al sufragio. Esto les hacía temer que perderían el poder y que la sociedad se dirigiría a la barbarie, con el fin de toda cultura. Pero esta apocalipsis vaticinada por los liberales nunca llegó, al contrario, la generalización de la educación de la mano de estos nuevos diputados populares aceleró el avance de la sociedad. La barbarie habría de llegar con cuestiones bien diferentes: el nacionalismo racista y el antisemitismo, que triunfaron entre la población al dar un cabeza de turco al que culpar de todos los males del país (estos son, los enemigos históricos y los judíos). Con esto germinó el sentimiento de querer formar parte de una gran nación, que se tradujo en el imperialismo colonial, que acabaría desembocando en la Primera Guerra Mundial.  Junto a esto, el antisemitismo que caló ya no era de índole religiosa, sino racial (cualquier excusa es buena), racismo que se vio empujado por el control por parte de los judíos de grandes bancos, sociedades anónimas y enormes almacenes, en el marco del gran impulso del capitalismo que se vivió durante el último tercio del siglo, algo que provocaba repulsión entre aquellos sectores conservadores que aún albergaban la esperanza de recuperar el pasado; este antisemitismo, por otro lado, empapó a los católicos, dando un argumento inestimable a los párrocos para pedir el fin del nuevo orden que se había establecido.
De esta manera, los primeros años del siglo XX dejaron preparado el campo de cultivo para la Gran Guerra. Malos presagios para una época en apariencia tan maravillosa, y sin duda un fin poco acorde con el espíritu que había imperado.
Grabado del pogromo contra los judíos que tuvo lugar en 1886 en Kiev (Ucrania), en el que vemos la violenta expulsión de un judío por parte de la población.


Célebre caricatura publicada en el periódico Le Petit Journal el 16 de enero de 1898, titulada En Chine. Le gâteau des Rois et... des Empereurs, que muestra a las grandes potencias europeas y Japón repartiéndose China, simbolizada con ironía en un gran pastel.




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