viernes, 3 de enero de 2014

El lado maldito del siglo XIX


En 1825, un médico francés afirmó: "Para los obreros, vivir es no morir". De esa "no vida" de los obreros es de la que deseamos hoy hablar, pues creemos preciso mostrar también la cara oscura de ese brillante siglo XIX, o no tan brillante, pues creó una distancia insalvable entre una burguesía rica y dedicada a la buena vida, y una clase obrera que vivía prácticamente como los perros, hablando en plata.

El Cuarto Estado (1901), pintura de Giuseppe Pellizza da Volpedo, muestra a ese cuarto estamento, el proletariado, el gran olvidado de la sociedad.

Estos obreros se vieron confinados a barrios ubicados junto a las fábricas infierno en las que trabajaban, en los que las condiciones de vida eran espeluznantes: vivían hacinados, porque se buscaba aprovechar al máximo el espacio,  y la salubridad era mínima (humos, enfermedades infecciosas); eran tierras de nadie en las que no funcionaban ni los derechos civiles ni instituciones de ningún tipo, dejando a las familias obreras expuestas a la tiranía de las compañías para que las que trabajaban.  Si ya de por sí la explotación a la que debían someter sus vidas era deprimente, parece que el aspecto del barrio quería acompañarles en su tristeza, creándose casas completamente iguales, que parecían salidas de una de esas cadenas en serie que había traído consigo la Revolución Industrial; además apenas entraba en ellas la luz, y con la ventilación ocurría otro tanto. Tristemente célebres son los llamados slums neoyorkinos, barrios obreros casi a oscuras y todos ellos con unos patios infectos, para los cuales surgieron como alternativa las llamadas dumbbell houses, más habitables, pero seamos sinceros: seguían siendo cuchitriles de mala muerte.

En estas fotografías del libro que el fotógrafo Jacob Riis realizó tras vagar por las calles marginales de Nueva York, titulado Cómo vive la otra mitad, podemos contemplar las precarias condiciones en las que vivían las familias obreras.

Pero si las "casas" (y lo ponemos entre comillas porque sin lugar a dudas aquello no merece ser considerado como tal), en las que pasaban los obreros las escasas horas en las que no debían trabajar, eran tugurios deplorables, no pensemos que cuando salían de ellas para acudir a las fábricas la situación mejoraba, sino que pasaban de un cuchitril a otro, en el que además debían dejarse el alma trabajando. Se trataba de talleres pensados para ahorrar lo máximo posible en costes, de nuevo con unas condiciones de insalubridad alarmantes; el trabajo era inseguro y sin ninguna clase de medidas de protección contra el calor, el frío, la humedad y sobre todo contra los productos que se empleaban en el proceso industrial, que eran causa de enfermedades y accidentes. Todo ello unido a una disciplina aplicada con brutalidad, que hacía más insoportable aún el agotador y agobiante trabajo. Y debían pasar allí dentro, tanto hombres como mujeres y niños (¡niños!), jornadas que oscilaban entre las 14 y las 16 horas, con unos salarios de miseria, que encima durante la primera mitad del siglo se permitían el lujo de decrecer ante la ingente oferta de mano de obra. 



La célebre foto de dudoso
autor Almuerzo encima de un rascacielos (1932), donde se ve a los obreros comer sin ningún tipo de protección sobre una viga, a metros sobre el suelo.
                          Abajo, foto de Jacob Riis de niños trabajadores.

Estas condiciones tan pésimas ponían la mortalidad por las nubes, siendo especialmente cruel entre los niños, quienes además se veían obligados a trabajar desde su más tierna edad; el ministro francés de Comercio declaró en 1841 que empezar a trabajar a los 8 años iniciaba a los niños en el orden, la disciplina y el trabajo, lo cual cuánto antes fuera aprendido mejor, de acuerdo con la creencia burguesa de que los trabajadores eran vagos y flojos. También propiciaron el campo de cultivo idóneo para la revolución social, con una situación que era constantemente denunciada por filántropos y reformadores sociales, que a partir de Marx, comenzarían a ser básicamente comunistas, siendo desde este momento la ideología por excelencia de los obreros. La escasa alimentación y las enfermedades otorgaban a los obreros un aspecto pésimo y grotesco, totalmente esperpéntico. Esta dramática situación vino a coincidir con un momento de pérdida de recursos por parte de la Iglesia, la cual descuidó considerablemente su papel caritativo y de atención a las clases más necesitadas. En sus escasos momentos de ocio, los obreros recurrían a las tabernas y el alcohol para tratar de olvidar la dureza de sus vidas.
 
La huelga (1886)-Robert Koehler. En este cuadro vemos a un grupo
de trabajadores quejándose al  patrón.

Una prueba de la nula consideración social a la que se tenía a los obreros en el siglo XIX la encontramos en la remodelación que de París hizo Haussmann durante los años 1853-1871, que no dudó en derruir las casas obreras del centro de París para poder abrir en su lugar anchas calles y bulevares, por lo que las familias obreras debieron marcharse a barrios alejados, materializando en el trazado urbano la brecha entre burgesía y proletariado, otra batalla perdida de la moral. Un alto precio que la ciudad debió pagar para pasar a ser la ciudad más moderna de la segunda mitad del siglo XIX. John Ruskin (1819-1890), el célebre escritor británico, llegó a afirmar que la ciudad del siglo XIX estaba enferma en comparación con la armoniosa ciudad medieval, pues la ciudad que había surgido presentaba insalubridad, superpoblación, fealdad, anarquía y sobre todo deshumanización, debido a la radical separación que se produjo entre la clase obrera rodeada de la mayor de las miserias, y las clases sociales pudientes, la burguesía, que vivía totalmente ajena a sus penurias, en un mundo paralelo de lujo, fiestas y ocio.


Slum neoyorkino, foto coloreada de Jacob Riis, de su obra Cómo vive la otra mitad. Las condiciones antihigiénicas de las calles son evidentes.
 Detalle de Las edades del obrero (1895-97), tabla central del tríptico de Léon Frédéric, en el que    destaca el aspecto desaliñado y desnutrido de los niños.

El balance de esta ciudad monstruo que había generado la Revolución Industrial es de epidemias de tifus, escarlatina y viruela, y especialmente de cólera, de la que hubo dos epidemias (en 1832 y en 1848-49), causando millares de víctimas, originadas por esa escandalosa falta de insalubridad. Otra estadística penosa es la que se realizó en 1890, que reveló que en París el 14% de sus habitantes vivía en edificios con más de dos personas por habitación, en Berlín y Viena el 28% y en San Petersburgo el 46%. Pero sin lugar a dudas, lo que más aversión producía a los detractores de la ciudad decimonónica, porque sin duda era mucho más grave, era el fondo de crisis moral que dejaban entrever estas lamentables situaciones; un espíritu egoísta se había impuesto entre sus ciudadanos, movidos ahora sólo por el interés personal y la individualidad. En resumen, una ya mencionada deshumanización, todo lo cual nos recuerda tristemente a las ciudades en las que habitamos hoy, y ya sabemos de donde nos viene la herencia...Todo esto tiene aún mucho que decirnos. Que nos sirva para reflexionar acerca de en qué tipo de sociedad deseamos vivir, y, sobre todo, hacer que de verdad la historia sea progreso.



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