A nadie pasa desapercibido que la nobleza, a pesar de
haberse dado un buen susto durante las Revoluciones liberales y los movimientos sociales que recorrieron Europa
en el siglo XIX, contemplaron el desarrollo de los mismos con indiferencia o
interés por sacar tajada de la situación, pues en nada vio mermado su poder, su
riqueza o su influencia; sino todo lo contrario.
Era la nobleza un grupo social que durante siglos había
marcado el ritmo político a su antojo, quitando y poniendo reyes, deponiendo o
entronizando papas, enlazándose en matrimonio o exterminándose en rencillas
cortesanas y campos de batalla… Fuese en el país que fuese, había un cerrado
círculo de familias (en la España de 1797 se contaban 1323) que ya fuesen
respetadas como duques de tal o marqueses de cual, compartían todas una serie
de atributos y características comunes, como son el lujo, la ostentación y la indolencia ante el pasar del tiempo,
seguras de la pervivencia de su particular y "sencillo" mundo, y que
eran unas de las grandes potencias económicas gracias a las rentas que
percibían de sus inmensas posesiones patrimoniales, cuyo cuidado, conservación
y engrandecimiento eran su única "profesión".
Pero después de 1789 las cosas cambiaron. La caída de los
Borbones en Francía, una de las monarquías mejor asentadas de Europa, hizo
cundir el pánico entre las élites del continente, que si bien no fueron desposeídas
en su mayoría de sus propiedades y bienes, sí que les hizo concienciarse de que
su período de hegemonía había pasado, pues ahora debían compartir el pedestal a
un nuevo grupo, artífice de la Revolución y gran beneficiario de la misma: la
burguesía, que antes de concurrir a los salones, al teatro o a la ópera había
trabajado con su mente en las llamadas profesiones liberales y en los negocios y empresas industriales que afloraban por toda Europa; ello después de
haberse ganado el pan mediante la habilidad de sus manos y de su pericia
artesana. En efecto, la aristocracia vio en el liberalismo una atípica que no
haría sino favorecerles a la larga, y se dieron cuenta rápidamente de que esta
burguesía no buscaba sino los mismos bienes y placeres de que ellos venían
disfrutando desde tiempos inmemoriales: iban a poder modelar a la nobleza a su
imagen y semejanza. Y vaya si lo consiguieron, pues la nobleza de la sangre
creó la nobleza del dinero, que muchas veces pagó el train de vie de aquellos a quienes tildaba de holgazanes e
improductivos.
De esta forma, se dieron innumerables casos de nuevos
linajes nobiliarios que se encumbraron por su fortuna, que les permitió comprar
nuevos títulos creados para la ocasión por monarcas necesitados de liquidez y
adquirir sus propios latifundios, fundando dinastías que aún hoy se mantienen,
ya con la enjundia de la nobleza tradicional que da el paso del tiempo. Pero a
veces sus flamantes títulos -generalmente de marqueses o condes, pero pocas
veces duques- eran recompensas por los buenos servicios prestados al Estado o a
la Monarquía; si bien a veces puede hablarse de la conjunción de ambos
factores.
Tal es el caso de doña Amalia de Llano y Dotres (1821-1874),
Condesa de Vilches, retratada por Federico Madrazo y Kuntz en 1853 en un lienzo
conservado en el Museo del Prado de Madrid, donde la dama aparece sentada en un
sillón, con una pose relajada y no desprovista de coquetería, mientras exhibe
todo el lujo que corresponde a su condición. Doña Amalia procedía de una rica
familia burguesa, y que por tanto pagó una cuantiosa dote por "bien
casar" a su hija con un prometedor político español, el coruñés Gonzalo
José de Vilches (1808-1879), que en el momento en que contrajeron matrimonio -1839-
ya había ocupado una secretaría en la Embajada de España ante la Santa Sede y
que se disponía a presentarse como diputado a Cortes. Posteriormente don Gonzalo
no dejaría de medrar en política y de labrarse su carrera, que fue laureada con
una corona de Vizconde de la Cervanta y una de Conde de Vilches, de manos de
Isabel II en 1846.
Y así es como encontramos a una mujer que, de
no ser por su identificación y biografía, podría pasar -al contemplar su retrato-
por miembro de lo más granado y noble de
la aristocracia española de su tiempo; tal es el milagro obrado por la
verdadera nobleza de sangre. Precisamente, creo que sería interesante comparar
el retrato de La Condesa de Vilches con
otro, de otra dama española, realizado por el alemán Francisco Javier de
Winterhalter. Que el lector, antes de ver de quién se trata, se cuide de
cotejar ambos personajes y decidir para sí la superioridad social de una sobre
otra:
Pues bien, se trata de un retrato de doña Eugenia Palafox
Portocarrero de Guzmán y KirkPatrick, también conocida como Eugenia de Montijo por el título de su padre, y
que fue Emperatriz consorte de Francia en tanto que esposa de Napoleón III, con
cuyo hijo posa aquí. Bien se ve que las apariencias engañan, y que muchas veces
los arribistas son, como quiere la expresión popular, más papistas que el papa; todo sea por exteriorizar legitimar su reciente poder o prestigio. Sin
embargo, más allá del cómodo y dorado mundo en que vivían ambas mujeres se
extendía un cielo gris que cubría las existencias de innumerables familias de
obreros y campesinos que vivían en condiciones infrahumanas y a quienes ya no
quedaba nada de la antigua esperanza que tuvieran durante las revoluciones
liberales, que iban a traerles prosperidad y bienestar. Al menos hay que reconocer
a Napoleón III la honradez de no ostentar la divisa de Libertad, Igualdad,
Fraternidad…
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