Siempre se dice que el siglo XIX es en el que
Europa vive su Edad de Oro, cuando el progreso es una vertiginosa espiral y la
vida no es nunca igual un día de lo que fue la víspera. Esta idea sin duda ha
sido mitificada o, si se quiere, aplicada sin distinción a todos los aspectos
de la vida y la sociedad europea; y es aquí donde queremos mostrar una pintura,
conocida universalmente y que ha despertado la veneración de expertos y
aficionados del arte desde que fue realizada, allá por los años 1857-1859 por
un pintor francés llamado François Millet... Seguro que más de uno sabe de qué
obra se trata antes de nombrarla: El ángelus.
En este lienzo, solos en un campo de labor y
rodeados por los aperos de labranza con los que trabajaban hace tan sólo un
momento, una pareja de campesinos reza en actitud piadosa y devota, seguramente
tras oír las campanas del campanario que se vislumbra en el horizonte. Todo
en esta obra respira paz y sencillez, con un indeleble regusto de tradición,
imperturbabilidad e inmovilismo de las costumbres. Desde luego, nadie
que vea este cuadro puede pensar que a unos kilómetros, en cualquier ciudad
francesa, sea en París o en lo que ellos llaman en provinces, se están erigiendo fábricas, llegan los trenes
puntualmente a las estaciones, retumban las bóvedas de la Bolsa por el trasiego
de los accionistas… pero es precisamente lo que pasaba, y a lo que Millet
parece aludir es precisamente esto: que la vida del Antiguo Régimen perdura en
el campo, ajena a las grandes transformaciones del siglo, con una sociedad
campesina que aún escucha devotamente los sermones que la Iglesia propaga desde
los púlpitos y que trabaja los campos con sus manos y el sudor de su frente.
Queriendo introducir la reproducción más fiel de
esta pintura, me metí en la página web del Museo d'Orsay, en París, y junto a
la imagen, leí la ficha adjunta sobre El
ángelus, donde descubrí otra motivación del autor en la realización de este
lienzo: la calidez y lejanía de un recuerdo infantil. Millet provenía de un
contexto campesino (de él se ha dicho que pintaba con "los colores de la
tierra"), y en 1865 declaró que pintó este cuadro recordando cómo
"cuando trabajaba en los campos, su abuela nunca olvidaba, al oír la
campana, de que nos detuviéramos en nuestra tarea para entonar el Ángelus por
los pobres difuntos". Sin duda aquí mandan las emociones personales, pero
yo creo que subrayan también ese apego paysan
por la tradición enunciado antes.
Hay un último detalle que también quisiera
destacar, recordando esa alusión a los
"pobres difuntos"; que nos servirá, no tanto para hablar de la
sociedad retratada por Millet sino para presentar a la sociedad burguesa,
refinada y estirada como si se hubiese tragado el
palo de una escoba, que había hecho suyo el conservadurismo y la moral de la
aristocracia, siempre dispuesta al escándalo y a la indignación respecto a la
innovación social y cultural (ellos ya habían mejorado su estatus, para qué
implicarse más)… Pero que me desvío del asunto, y por cierto, agradezco haber
escuchado la sección de Nieves Concostrina en No es un día cualquiera de Pepa Fernández, donde se narra una curiosa
anécdota de Salvador Dalí. Éste, intrigado, recurrió a su habitual y genial
paranoia (aquí no creo que deba disculparme por el término; seguro que a él le
habría encantado) para interpretar el cesto de patatas que centra la
composición más que los propios orantes. Dalí no entendía cómo la pareja podía
estar "rezando" a una cesta; era incongruente, de modo que empezó a
indagar y a presionar para que los responsables del museo examinasen bien el
cuadro. ¡Cuál no sería su sorpresa al descubrir que las patatas tapaban una capa
de pintura previa donde había un pequeño ataúd! Sin duda, mostrar a dos padres
rezando antes de enterrar a su hijo no era plato de gusto entre la alta
sociedad, por lo que Millet hace honor a la escuela realista de la pintura, hoy
admirada, pero que entonces fue conocida como la "del escándalo".
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