El París del siglo XIX, el
ombligo del mundo moderno, la gran capital del arte y la cultura, el centro de la bohemia de la belle époque…en un lugar con semejantes cualidades tenía que ser imposible aburrirse, y así era efectivamente. Fueras rico o
pobre, París tenía algo para tí, y aunque es cierto que la diversión de los pobres era bastante menos glamurosa, ¡también hay que decir que poseía mucho más encanto! Porque la verdad es que para mí asistir a La bohème no tiene nada que envidiar a estar en un café inmersa en una acalorada discusión con Monet y Renoir sobre arte.
Así pues, empecemos por el principio, o sea,
por el entretenimiento de los bajos fondos, esos donde se respiraba la bohemia en estado puro, que se restringía
básicamente a los cafés, incluidos los recién aparecidos cafés-conciertos (que si
bien no eran monopolio de las clases bajas, sí eran sus principales lugares de
diversión), auténticos centros de la vida pública parisina, que tanto
cautivaron a los impresionistas y que se convirtieron también en los centros de
reunión de la intelectualidad de la época, como hemos dejado caer antes, como tal es el caso del café
Guerbois, en Batignolles, donde se reunían para debatir sobre arte y literatura artistas como los ya mencionados Monet y Renoir, Manet o Degas, y escritores como Baudelaire y Zola, mudándose todos ellos posteriormente al café Nouvelle-Athènes, en la plaza Pigalle.
al modo de los de la época.
Le Petit Journal, periódico habitual en cualquiera de los cafés parisinos de la época de los tantos que podían encontrarse.
Cucharas de la época para mezclar el popularísimo absenta, la bebida por excelencia del París de la belle époque, con agua.
El absenta (1875-1879), de Degas , donde podemos ver a la artista popular Ellen Andrée junto a periódicos y un cerillero.
Demos ahora un salto y pasemos al París con “cachet”,
que si bien también se dejaba caer de vez en cuando por ese otro París bohemio (no me extraña...¡demasiado irresistible!), se movía en un ambiente burgués, ajeno a cualquier penuria, la crème de la crème parisina, y que ocupaba
su tiempo libre con toda clase de actividades, de las cuales las más populares
eran, sin lugar a dudas, las carreras de caballos y los teatros.
Las carreras de caballos eran
el deporte y también el espectáculo de moda entre la alta sociedad de la ciudad, importadas desde
Inglaterra durante la década de 1830, cuya popularidad quedó materializada en
la construcción del hipódromo de Longchamp, en el Bois de Boulogne, a las
afueras de la ciudad.
El desfile (h. 1866-1868), de Degas, refleja los momentos previos al inicio de la carrera.
Las carreras en Longchamp (1864), de Manet, pintura genial que capta toda la
emoción de la carrera.
Pero en el París más elegante no sólo había tiempo para carreras de caballos, sino también para otro tipo de actividades, que de paso cultivaran la mente y deleitaran el alma, aunque solamente fuera por un rato, de manera que, durante la década de 1870, París fue la capital europea del teatro (¡lo cual no quiere decir que no fueran al teatro antes claro!), el lugar escogido para las veladas
nocturnas, ya fuera asistiendo a un teatro o a una buena ópera.
Los binoculares eran esenciales para poder ver las representaciones, y de paso servían para poder cotillear al resto de los asistentes.
Los abanicos además de prácticos eran un complemento de moda.
Los espectadores se colocaban
en palcos carísimos, a la altura de la ocasión, pues eran un lugar de exhibición
pública, especialmente para las mujeres, hasta el punto de que los hombres
solían colocarse habitualmente detrás de éstas para que se las pudiera
contemplar en todo su esplendor...
Hablando de palcos, no podía faltar el cuadro más famoso jamás realizado sobre este tema, este El palco (1874), de Renoir, donde vemos a la elegante dama armada con binoculares y abanico, y como no, colocada delante de su pareja.
En el palco (1879), de la pintora estadounidense Mary Cassatt, afincada en París.
La orquesta de la Ópera (1868-69), de Degas, espléndido cuadro
en el que vemos al tipo de orquesta que acompañaba las representaciones.
Mujer en un palco (1879), de Mary Cassatt, en el que apreciamos lo elegantes que acudían las damas al teatro.
Y con esto finalizamos nuestro rapidísimo recorrido por los divertimentos más sonados de la sociedad parisina del siglo XIX; esperamos que os haya gustado y hasta dado un poco de envidia, pero sobre todo, que lo hayáis disfrutado...¡aunque seguro que no más que ellos!